Haití es una tierra castigada por la pobreza y los desastres naturales, corrupción política y miedo, mucho miedo, dentro de sus tradiciones religiosas en una mezcla acrisolada de ritos y cultos que aún hoy siguen asombrando al mundo.
Dicen los habitantes de este país que «antes muerto que convertido en zombi» y es que más allá de las películas y series de ficción de este tema (en muchas ocasiones muy gore) se esconde una realidad incuestionable que es el de la zombificación. Igualmente, más allá de todo lo que es la parafernalia y ciencia ficción sobre todo ello me quiero centrar en los casos médicos que han ido surgiendo en torno a ello y que despertaron la curiosidad de no pocos efectos para conocer como se realiza un acto tan bárbaro de robar la voluntad a una persona y zombificarla.
Lo primero que hemos de saber es una persona no queda zombificada convirtiéndose en una especie «caníbal descontrolado sin voluntad», todo eso se queda para el cine. Realmente un zombi es alguien que se convierte en una especie autómata, sin voluntad, sin razón. Se utilizan para trabajar en plantaciones de caña de azúcar en países cercanos como, por ejemplo, República Dominicana, y se pueden mantener en un estado «zombi» por años. Casos se este tipo hay como el conocido de Clairvius Narcisse, una persona que certificaron los médicos que había sido zombificada.
El buen historiador Juan Blázquez Miguel comenta que «una doctora, con la que tengo una gran relación, trabajaba en 1990 en el Hospital General de Puerto Príncipe. Un mal día apareció una mugrienta furgoneta y de ella descendió un extraño personaje, de aspecto siniestro, con todos los dedos de sus manos cubiertos de anillos. A base de latigazos hizo salir a un joven, que apenas podía tenerse en pie, arrastrándole por el suelo. Todos cuentos presenciaban la escena permanecían inmóviles, mas la doctora, que por su condición de europea no estaba acostumbrada a tales escenas, intentó acercarse al enfermo. Prácticamente a viva fuerza le fue impedido por sus colegas haitianos, gritando aterrorizados que no se inmiscuyera, que se trataba de un bokor y un zombi. Y, en efecto, éste no pudo ser tratado más que cuando su amo partió».
«En el enfermo se apreció su gravísimo estado, con cortaduras profundas y quemaduras de segundo y tercer grado, perfectamente localizadas, prueba que había sido sometido a determinados rituales, pues a veces el bokor (bòkò) a ellos los destinan. Su conciencia estaba totalmente alterada y sufría profunda inanición, falleciendo al día siguiente».
Un segundo caso
El mismo historiador habla de un segundo caso estudiado que le narrando unas monjas italianas residentes en Cabo Haitiano.
«Una niña de su colegio celebró la primera comunión, falleciendo inesperadamente pocos días después. En medio de una lluvia torrencial las hermanas acudieron a su domicilio a despedir el cadáver. Recuerdo cuán vívidamente la monja me explicaba la sensación que sintió al tocar el frio cuerpecito, amortajado con el mismo vestido blanco que llevó en su comunión: notó que no estaba muerta; que algo raro sucedía, pero nada hizo ni comentó. Esa misma noche la niña fue vista en una macabra procesión y nunca más se ha vuelto a saber de ella».
Tercer caso
«Otro excelente amigo haitiano, doctor que ha estudiado la carrera en España, me ha relatado un interesantísimo caso estudiado personalmente por él, en el que no hay tumbas ni cementerios, es decir, es un caso despojado de la parafernalia y que debe ser bastante común. Cierto día se hallaba de guardia en el Hospital de Deschapelles, cuando se presentó un enfermo acompañado por sus familiares. Tendía veinticinco años y presentaba un estado general muy alterado. Los síntomas y la radiografía confirmaron que el diagnóstico de edema agudo de pulmón. Fue sometido a la medicación adecuada, pero falleció a las pocas horas, confirmado por la ausencia de reflejo pupilar, por los pulsos periféricos y electrocardiograma plano. Este doctor acostumbraba a practicar la autopsia a todos los fallecidos en el hospital, pero los familiares del difunto se opusieron rotundamente y se llevaron el cuerpo».
«Algún tiempo después, este doctor sufrió una de las impresiones más fuertes de su vida al encontrarse cara a cara con el joven que él había declarado clínicamente muerto. Al indagar, y tras algunas renuencias, los familiares le acabaron contando la aterradora historia. En esa familia había fallecido el padre y dejó en herencia una hectárea de tierra a repartir entre sus dos hijos. El menor quería vender su parte; discutieron ambos y el mayor pagó a un bokor para que zombificara a su hermano y de esta manera poseer él toda la tierra. El veneno le fue suministrado el mismo día que acudió al hospital; esa noche, tras ser declarado muerto, se le suministró el antídoto que le volvió a la vida, pero quedó zombificado para toda su existencia» narraba Blázquez.
«La curiosidad profesional impelió a mi amigo a conocer al bokor y un sábado por la tarde acudió a su ounfô (templo de vudú) y le relató la misma historia, de la forma más natural, caso de colega a colega, y para mostrar sus conocimientos el bokor se encaramó a un árbol con un saquito en la mano; una vez arriba espolvoreó la sustancia en él contenida y algunas gallinas que por debajo andaban picoteando, quedaron muertas tan pronto respiraron el polvo. Esa es, en verdad, la verdadera magia de estos profesionales: el conocimiento de los venenos».
El fenómeno de la zombificación es real, pocas hipótesis hay sobre ellas salvo que la provoca el equilibrio justo de una mezcla tóxica que hace que la persona entre en un estado de catalepsia profunda cercana a la muerte, no hay magia, hay Ciencia (sí, han leído bien: Ciencia), aunque sea una Ciencia ancestral. Los conocimientos y pocos escrúpulos de los mal llamados «magos», los bokor, hacen el resto allá donde gusta de dar un halo de misterio, previo pago, a unos servicios que acaban destrozando el cerebro humano y transformando a las personas en seres carentes de voluntad.