En la historia del papado se han registrado muertes de todo tipo: naturales, en acto de guerra, en servicio religioso, en la alcoba (propia o ajena) e incluso provocadas por algún que otro inocente insecto.
Es el caso increíble, pero cierto, del Papa Adriano IV, que estuvo en el trono de Pedro entre los años 1115 y 1119 d.C., hasta el momento de su muerte.
Era el año 1119 y el pontífice, el único inglés que ha dado Gran Bretaña, que optó, por obra y desgracia de Enrique VIII, por la religión anglicana, iba a tener un desafortunado incidente al pie de una fuente de fresca agua que debía saciar su sed.
Regresaba caminando hacia su residencia papal de un acalorado sermón a sus feligreses en el que, como era habitual en él, había cargado contra el emperador Federico I al que dirigió todo tipo de lindezas. Con la lengua como un estropajo decidió detenerse en aquella fuente y beber.
Mientras saciaba su sed un incómodo insecto revoloteaba alrededor de él. Adriano IV daba algún que otro manotazo tratando de echar de su lado a aquella mosca impertinente. En uno de esos aspavientos y mientras hacía una pausa en el beber aquella mosca se metió en la boca del Papa.
Adriano IV notó aquel insecto pero en un acto reflejo se la tragó quedando atrapada en el esófago de infortunado religioso y se comentó a atragantar. Trataba de pedir ayuda mientras que se iba poniendo morado por la falta de oxígeno.
Cuando llegó el médico del pontífice nada se pudo hacer, trataron de extraerla pero estaba demasiado oculta o, simplemente, no daban con ella ya que lo hacían «al tacto».
Adriano IV murió asfixiado. No hizo falta conspiraciones ni venenos, bastó una mosca. Federico I suspiró tranquilo.